lunes, 20 de noviembre de 2006

Campamento Zapatista

Ch´ol de Tumbala es un pequeño poblado aborigen, de afiliación íntegramente Zapatista. Se encuentra a la orilla de un camino de tierra, a una hora de camino de Palenque, Chiapas, México. Esta pequeña comunidad básicamente vive de una economía de subsistencia a base de la agricultura. La vida es dura, pero tranquila. O era, porque en agosto de este año un grupo de paramilitares llegó una noche a la comunidad y prendió fuego todo. Y cuando digo todo quiero decir todo. Las casas, el comedor comunitario, algunas personas, las siembras, todo.
Estas tierras fueron recuperadas (o tomadas y okupadas, según el gobierno Mexicano) por los Choles en el 1999. Hoy día nuevamente vuelven, porque creen que la tierra no se vende, sino que se la trabaja y se la defiende. Más allá del fuego, el terror vivido y la amenaza constante, un grupo de sus habitantes y otros voluntarios Zapatistas volvieron a esas tierras el primero de octubre y casi inmediatamente después se estableció un Campamento Civil por la Paz.
Después de mi estadía en Roberto Barrios, la Junta del Buen Gobierno me mandó a ejercer mi rol de escudo humano para este poblado. O mejor dicho para este lugar, ya que ni pueblo hay. Tanto los Choles como los Observadores Internacionales vivíamos en unas carpas improvisadas con los restos de madera que se salvaron de la quemada y unos grandes parches de nylon negro que oficiaban de techo y protegieron a medias del sol y la lluvia.
Vivir y resistir. Eso era básicamente lo que se puede hacer: acto de presencia. Las tareas de reconstrucción estaban por empezar. Apenas había unos metros de tierra plantados. A la seis de la mañana sonaba la campana para el café, todos acudíamos a la improvisada cocina comedor comunal y después de la energizante bebida, los hombres se iban a desmalezar alguna zona, a talar algún árbol para obtener la vigas de las futuras construcciones, a cazar alguna iguana o algo para tirar a la olla o a hacer bien no se sabe qué. Los internacionales y las mujeres nos quedábamos en la cocina moliendo maíz y volviéndolo a moler una vez más para hacer esa especie de panqueques de maíz y agua que por allá llaman tortas. A las media mañana terminábamos esta actividad y volvía a tocar la campana para la comida. La misma era arroz con frijoles o frijoles con arroz, acompañado siempre de muchas tortas de maíz. Después de la comida nos dedicábamos a mejorar un poco nuestra vivienda, poner algún palo más donde colgar una hamaca o tapar con cualquier cosa el sol. El mismo, a las once de la mañana, se tornaba insoportable y todos buscábamos el refugio de alguna sombra donde pasar el rato charlando o jugando a las cartas. A las cuatro de la tarde volvía a sonar la campana que anunciaba la cena, de idéntico menú que el almuerzo. Después de la cena, un rato de voley y luego al pozo, única fuente de agua -cuyo color y sabor no inspiran ninguna confianza- para darse un baño. A las siete de la tarde era la hora oficial de irse a la cama, aunque los internacionales nos quedábamos hablando hasta bien entrada la noche, tipo nueve o diez.
Y así se vive, en medio de un paraje hermoso, entre la tranquilidad que da tener mucho tiempo para hacer las cosas y la tensión de saber que en cualquier momento vuelve a estallar el conflicto. Junto a los "compa" Zapatitas que se encapuchan para cubrir los turnos de guardia las veinticuatro horas del día y te muestran su sonriente rostro cuando comparten un plato de frijoles con vos o juegan uno de los comiquísimos partidos de voley. Se vive en medio de la precariedad de lo transitorio y provisional, con el suelo de tierra convertido en barro cuando llueve, las vigas quemadas que se quiebran a mitad de la noche porque no soportan el peso de las hamacas, la mirada siempre atenta en el camino para cerciorarse que todos los coches que pasan son amigos y el sudor en la frente cada vez que un vehículo se estaciona frente al campamento. Conviviendo con la asamblea comunal para decidir las tareas para hacer y quién las realiza. Y ni hablar de las picaduras de hormigas, mosquitos, pulgas y garrapatas en todo el cuerpo o el agua pseudo potable que empieza a enturbiarse demasiado si pasan varios días sin llover. Con el miedo de que en una noche destruyan una vida de trabajo y con la dignidad que les da el saber que la tierra es de ellos más allá de cualquier escritura que imponga el mal gobierno. Ellos tienen la certeza de saber que van a vivir y resistir.

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