martes, 31 de julio de 2007

¿Por qué tanto apuro?

Una duda: No les pasa a ustedes que llega el día veinte del mes y se sorprenden de cómo volaron los diecinueve días anteriores. Ni que hablar de ese viernes en el que uno se pregunta “Pero ¿Ayer no era lunes?. Ahora que está terminando julio no dicen “¿Cómo puede ser que ya paso más de medio año?”. Yo creo que nos pasa a todos, y pensando en ello llegué a la siguiente conclusión: los tiempos en estos días corren demasiado deprisa.
Cuando era un niño las cosas no eran así. No quiero caer en el cliché de “Todo tiempo pasado fue mejor” pero cuando yo era chico las semanas eran largas, los meses longevos y los años eternos. De un año a otro pasaban un montón de cosas, pasaban, más o menos, cerca de trecientos sesenta y cuatro días y cada uno con veinticuatro horas enteras. Hoy por hoy los días parecen minutos, los meses semanas y los años un suspiro.
Ahora estoy preparando una nueva partida y me encuentro con que tengo que hacer mil cosas en estos días malgastados que no rinden para nada. Es como si de repente el minúsculo agujerito del reloj de arena se agrandase. Siento que el tiempo pasa volando, arrastrando con su ráfaga los granitos de arena que se deslizan de mi mano. Yo me pregunto, estos ocho meses que estuve en Buenos Aires ¿En qué mierda se me fueron? Si parece que Navidad fue hace unas cuantas semanas.
Pero esto no me pasa sólo a mí, sino a todos, por eso pienso que, en realidad, es el flujo de los segundos lo que se aceleró. Yo creo que el tiempo, en estos tumultuosos y posmodernos días, también está apurado.
Será cuestión entonces de ser nosotros los que hagamos una pausa para meditar en qué merece ser invertido nuestro tiempo y de esa forma, quizás, lograr caminar sin apuros y que el tiempo se acomode a la marcha de nuestro paso.

sábado, 21 de julio de 2007

Adiós Negro

Después de unos años esquivándola, finalmente Roberto Fontanarrosa se encontró con la muerte. El Negro Fontanarrosa fue, a mi juicio, el humorista que mejor pudo interpretar y plasmar en su obra ese extraño ser que es la identidad nacional argentina. Su trabajo ha sido de lo más diverso y a la vez coherente. Colaborador creativo del grupo Les Luthiers, escritor y humorista gráfico, desbordaba ingenio en cada cosa que hacía.
Tuve ocasión de conocerlo hace ya varios años cuando lo entreviste para un programa de TV que nunca salió al aire. Me llamó poderosamente la atención la sencillez de tal genio creativo. Su chispa, su inteligencia, su porte sereno y rostro serio son de público conocimiento, pero me impactó su humildad. El mismo, me confesó, se consideraba un mal dibujante. Sabida es la historia que cuando creó a Inodoro Pereyra decidió que sea un gaucho para ambientarlo en la pampa, cuya única escenografía es una raya horizontal que viene a ser el horizonte. Cuando la enfermedad le imposibilito dibujar, el advirtió a sus lectores que no se sorprendan al notar que la calidad de sus trazos mejoraba, pues otro dibujante ilustraría sus guiones.
Amante del fútbol y de las malas palabras, gran parte de sus cuentos están plagados de ambos. Con su historieta Boogie el Aceitoso no sólo ridiculizó la violencia por medio de la parodia, sino que hizo una sátira a la política internacional de los años 70. Pero mi personaje preferido es Inodoro Pereyra, el renegau, que ya está inscripto como un ícono en la cultura popular argentina. A más de un adolescente de mi generación, cuando se le preguntaba “¿Cómo estas?”, adoptaba como propia la clásica muletilla “Mal, pero acostumbrado” para su respuesta.
Y ahora ya no está. El amargo sabor de sentir que nos fue arrebatado antes de tiempo, que con sus sesenta y dos años aún era un joven con mucho para dar. La tristeza de no encontrarnos en la segunda hoja del diario o en la última de la revista del domingo con el clásico y rutinario espacio del humor inteligente y reflexivo. Con su muerte nos deja en el peor de los vacíos, el de la página el blanco.
En su humildad él afirmo que no le interesaba recibir grandes premios, sino que su mayor satisfacción es que alguien se le acercase y le diga “Me cagué de risa con tu libro”. A modo de homenaje y para paliar la tristeza de su ausencia transcribo algunas frases que cada vez que las leo no puedo parar de reírme, para que estés donde estés Negro sepas que yo me cago de la risa con tu obra.
  • Vago no, quizá algo tímido para el esjuerzo.
  • Estoy comprometido con mi tierra, casado con sus problemas y divorciado de sus riquezas.
  • - ¿Y usted cómo se gana la vida? - ¿Ganar? ¡De casualidá estoy sacando un empate!
  • La historia lo juzgará. Pero tiene el mejor de los abogados: el olvido.
  • Eso de "hasta que la muerte los separe" es una incitación al asesinato.
  • Endijpué de tantos años, si tengo que elegir otra vez, la elijo a la Eulogia con los ojos cerrados. Porque si los abro elijo a otra.
  • Soy crítico meteorológico, señor. La tormenta de anoche. Floja iluminación de los relámpagos, yuvia repetida, escenografía pobre y pésimo sonido de los truenos en otro fiasco de esta puesta en escena de Tata Dios.
  • Yo no quiero ser irrespetuoso, Eulogia, pero lo que ha hecho Tata Dios con usté es abuso de autoridá.
Adiós Negro, te vamos a extrañar.

jueves, 12 de julio de 2007

Nieve en Buenos Aires

Mi estadía en Argentina estuvo marcada por una serie de extraños sucesos. El más bizarro de todos fue este: nevó en Buenos Aires. Mi bisabuela, que en paz descanse, nació en 1908 y recordaba que cuando ella era una niña había nevado en Buenos Aires. Ella decía que desde que la historia es historia, o sea desde que Colon descubrió América, esa era la única vez que tal hecho acontecía en esta ciudad. Hace unos días volvió a nevar en Buenos Aires y nos recagamos bien de frío.
Nevó en Buenos Aires y como no podía ser de otra manera yo no estaba en Buenos Aires. A veces creo que el Altísimo tiene un sentido del humor un tanto perverso. Aprovechando el fin de semana largo me fui a visitar a mi primo a Mar del Plata, ciudad en la que cada tanto nieva. Cuando yo estuve hizo unos días fríos, pero, obviamente, sin una gota de nieve.
Volviendo ya del viaje, en la ruta, me enteré de este particular hecho climático. Un SMS de mi hermano que decía ver caer la nieve frente a sus ojos. Adjudiqué la razón de dicho SMS a sustancias alucinógenas que creí que fueron ingeridas por mi hermano y no a un fenómeno climatológico. Pero pronto muchos otros SMS de diferentes autores me llegaron portando la misma noticia: nieva en Buenos Aires.
Mi escepticismo empezaba a flaquear. Entonces a cien kilómetros de Buenos Aires, en plena ruta, nos agarró la tormenta de nieve. Cabe aclarar que en mi vida jamás vi nevar. Sí vi la nieve, pero eran nieves eternas en cerros de la Patagonia. Lo que nunca hasta el otro día ví es la nieve caer del cielo. Es un espectáculo magnífico, el campo todo blanco, los carteles de la ruta escarchados, los copos cayendo suavemente sobre el parabrisas, los pinos igualitos a los de la Navidad yanki. Un tanto paranoide recordando al Eternauta, yo estaba renuente a tocar la nieve; pero finalmente la curiosidad pudo más. Frenamos el auto a un costado de la ruta y nos detuvimos a contemplar como un frío blanco caía del cielo y cubría todo con su belleza.
Ya en Buenos Aires pude ver la nieve acumularse en las calles, en los balcones, sobre el techo de los autos. Con esa mágica y conmovedora imagen de la ciudad volví al calor de mi hogar. Entonces me puse a pensar en cuantos hay que no tiene un techo, un abrigo o un plato caliente. Cuantos que no pudieron calentar su casa debido a la ineficacia de quienes nos gobiernan para evitar una crisis energética más que anunciada.
La nieve, con su magia inherente, no es más que otra señal del cambio climático en el planeta. Planeta que cada vez está más inhóspito y va de a poco –sospecho- perfeccionando algún oculto sistema para deshacerse de aquello que más lo daña, nuestra especie.

jueves, 5 de julio de 2007

La Ciudad de la Furia

Buenos Aires me fascina. Hace meses que la transito y no se me va ese sentimiento. Esta ciudad tiene ese no sé que, esa cosa rara, indescriptible que tanto la caracteriza. Hay que reconocer que ver y vivir en Buenos Aires después de dos años es algo shockeante. La ciudad está hermosa. Siempre lo fue, no por nada enamora a todos los turistas que la visitan. Pero creo que ahora está más hermosa que nunca. Buenos Aires está tan pero tan linda que uno empieza a sospechar que lo hacen para los extranjeros más que para los locales. Todos los parques y las plazas se están refaccionando, las fachadas de los edificios se están recuperando y los espacios públicos embelleciendo.
Metrópolis urbana, Buenos Aires no deja de tener su kaótico transito, su insana polución, su ruido estresante y su alienante ritmo de vida. Cuidad que nunca duerme, tiene todas las opciones de ocio, entretenimiento y arte que uno quiera, y más. Meca cultural, en el verano porteño no hay un día sin que en una plaza haya un espectáculo de teatro o danza, no hay una noche sin un concierto al aire libre, no hay un museo que no tenga sus puertas abiertas y estrene nuevas muestras, no hay una avenida sin que se vea en la pared de un edificio una gigantografía de alguna obra de un artista local, no hay un barrio donde no se esté filmando algo, no hay un bar a la noche que este vacío.
La reactivación económica en Buenos Aires llegó con todo, pero no llegó para todos. Por eso se ven cosas que hace diez años no se veían. No hay noche en la que al salir uno no vea un homeless, no hay tarde en la que no se encuentre varios cartoneros, con mujer e hijos, buscando en la basura algo para revender, no hay tren donde no haya un desfile interminable de niños pidiendo monedas, no hay semáforo donde no haya un limpiavidrios y personas inseguras que traban las puertas de su coche, no hay alguien que no conozca a alguien al cual trató de robarlo en la calle un niño de doce años.
Ahora cambió el color de la bandera política en la ciudad hacia un tono más de derecha, de sálvese quien pueda. Así es Buenos Aires, llena de contrastes. Hoy está más europea que nunca, siendo la capital de un país cada vez más tercermundista. Donde cada días es más grande la distancia entre los que viven Buenos Aires y los que sobreviven en Buenos Aires.