Antigua es una ciudad, ante todo, antigua. Suena lógico, pero es raro ver una ciudad de cuatrocientos años que no se ha modernizado. Capital del virreinato español centroamericano, que abarcaba desde el sur de México hasta Panamá, la ciudad fue destruida en el mil setecientos y pico por un terremoto. Como disciplinadas abejas obreras, los españoles la reconstruyeron íntegra, sin embargo unos cuarenta años después un segundo terremoto la volvió a destruir. Los españoles dijeron "una polla" y empezaron a construir una nueva ciudad a unos sesenta kilómetros. Llamaron a la nueva ciudad Guatemala y a la vieja, Antigua Guatemala, que con el tiempo derivó simplemente en Antigua.
Cabe decir que Antigua es la ciudad más bonita en la que estuve en este viaje por Centroamérica. Todas las calles son empedradas, las casas con tejas rojas españolas y la típica construcción colonial de "casa chorizo". Por todas partes te encontras grandes construcciones derruidas por el último terremoto y que hace tres siglos que están igual. La catedral de la plaza principal es una de ésas, sólo tiene habilitada una pequeña parte porque al resto se le cayó el techo. También hay un monasterio que se vino completamente abajo y uno se puede pasear entre las ruinas.
En la Plaza principal hay una fuente muy famosa, donde cuatro jóvenes doncellas sin mucha ropa se exprimen sus pechos desnudos y de ellos brota agua. Desde la ciudad se divisan tres diferentes volcanes. La ciudad está llena de extranjeros de todas nacionalidades, ya que es la ciudad para aprender español, al parecer.
Pero lo mejor es el atardecer. Por alguna extraña condición atmosférica el naranja del cielo se transporta a las paredes de la ciudad. Las farolas coloniales se prenden, mezclándose la azulada luz artificial con el rojo fuego del sol. La banda municipal suele tocar algunos temas de Mozart a un costado de la plaza y todos salen de sus trabajos y se quedan en la calle hablando con sus vecinos, sin apuro alguno para volver a sus casas.
Lo más curioso es que a un amigo mío no le gustó. Por las veredas angostas y las casas cuyos frentes son una gran pared, con una ventana siempre cerrada, le daba la impresión de ser una ciudad cerrada. Pero a mí no, quizás por mi sangre española, o quizás porque en Buenos Aires hay muchos lugares con arquitectura colonial, estas cosas no me afectaban, más bien me gustaban y son parte del encanto de Antigua.
Si bien en mi viaje evité adentrarme en las ciudades, Antigua era una parada obligada y no me arrepiento. La ciudad es hermosa y el atardecer allí es un momento mágico. Los bares abundan y la gente joven es la que le da vida a la ciudad. Una ciudad chapada a la antigua, con un ritmo de vida imposible para una ciudad capital y que además sigue conservando una hermosura que ningún terremoto le pudo arrebatar.
Cabe decir que Antigua es la ciudad más bonita en la que estuve en este viaje por Centroamérica. Todas las calles son empedradas, las casas con tejas rojas españolas y la típica construcción colonial de "casa chorizo". Por todas partes te encontras grandes construcciones derruidas por el último terremoto y que hace tres siglos que están igual. La catedral de la plaza principal es una de ésas, sólo tiene habilitada una pequeña parte porque al resto se le cayó el techo. También hay un monasterio que se vino completamente abajo y uno se puede pasear entre las ruinas.
En la Plaza principal hay una fuente muy famosa, donde cuatro jóvenes doncellas sin mucha ropa se exprimen sus pechos desnudos y de ellos brota agua. Desde la ciudad se divisan tres diferentes volcanes. La ciudad está llena de extranjeros de todas nacionalidades, ya que es la ciudad para aprender español, al parecer.
Pero lo mejor es el atardecer. Por alguna extraña condición atmosférica el naranja del cielo se transporta a las paredes de la ciudad. Las farolas coloniales se prenden, mezclándose la azulada luz artificial con el rojo fuego del sol. La banda municipal suele tocar algunos temas de Mozart a un costado de la plaza y todos salen de sus trabajos y se quedan en la calle hablando con sus vecinos, sin apuro alguno para volver a sus casas.
Lo más curioso es que a un amigo mío no le gustó. Por las veredas angostas y las casas cuyos frentes son una gran pared, con una ventana siempre cerrada, le daba la impresión de ser una ciudad cerrada. Pero a mí no, quizás por mi sangre española, o quizás porque en Buenos Aires hay muchos lugares con arquitectura colonial, estas cosas no me afectaban, más bien me gustaban y son parte del encanto de Antigua.
Si bien en mi viaje evité adentrarme en las ciudades, Antigua era una parada obligada y no me arrepiento. La ciudad es hermosa y el atardecer allí es un momento mágico. Los bares abundan y la gente joven es la que le da vida a la ciudad. Una ciudad chapada a la antigua, con un ritmo de vida imposible para una ciudad capital y que además sigue conservando una hermosura que ningún terremoto le pudo arrebatar.
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