Si Berna es la capital política y cultural de Suiza, Zurich es la económica. No solo porque los precios son superiores, sino por la atmósfera que se respira, los coches que se ven, las prostitutas de alto standing y sobre todo la gente de traje caminando apurada mirando el reloj. No me había dado cuenta que Siuza, famosa por su devoción a los relojes, también es famosa por ser un lugar donde esconder millones no siempre bien habidos. Alguna extraña relación debe haber entre querer cuantificar el tiempo y hacer fortuna. Después de todo en los escasos lugares del mundo donde el tiempo no es una mercadería a vender, comprar o invertir, la gente cuando no hace nada, no pierde el tiempo. Simplemente esta haciendo nada.
Más allá de ser meca del lavado de dinero y evasión fiscal, Zurich es una ciudad atractiva. Construida en la desembocadura de un río a un lago, la ciudad antigua se alza a una orilla y la no tan antigua en otra.
La noche que pase solo en esta ciudad fui haciendo un recorrido de bares y adentrándome cada vez más en los suburbios. Al primero que fui era el bar “alternativo” de Zurich, montado en un vagón viejo de tren al lado del río. En él te sirven la cerveza en vaso de plástico y la gente se sienta en el pasto de la orilla. Cuando llegué sonaban Los fabulosos Cadillacs a todo volúmen, porque el bar, como me explicó el dueño suizo, tiene onda “latina”. Lo que quiere decir que está pintado de naranja, verde y amarillo, decorado con fotos tipo disco de Manu Chao y trabajan sudamericanos. El siguiente bar fue más clásico, de esos que uno encuentra en cualquier ciudad del mundo. La última birra la hice en un patio de colegio primario, que por las tardes es una plaza y por las noches, gracias a una barra medio improvisada, se transforma en el punto de encuentro de la juventud de Zurich. Lo que más me llamó la atención es ver a la gente, de noche, jugando a las bochas en este patio de escuela. No viejos jubilados sin nada mejor que hacer. Eran jóvenes e incluso adolescentes que jugaban a la vez que se emborrachaban. Además no usan las bochas grandes de madera sino unas más chiquitas, del tamaño de una pelotita de tenis, de metal macizo. Teniendo en cuenta el grado etílico de los jugadores, la escasa luz y lo pesadas que son las bolas es un milagro que no haya alguno que termine con la cabeza rota. Eso sí, en los veinte minutos que estuve en esta plaza, vi varios accidentes y dos casi craneos rotos.
A la mañana siguiente fuimos a pesear por la parte vieja, caminamos por la calle comercial, recorrimos el pequeño parque en la costa del lago mirando los veleros amarrados y los adolescentes nadando, nos subimos a un fonicular que nos dejó al lado de la universidad. Al caer la tarde emprendimos la vuelta, no sin antes comprar un poco de chocolate en la tienda más tradcional de Suiza. Zurich, con sus callecitas finitas e irregulares, con su triple costanera (a ambas orillas del río y la del lago) con sus iglesias y torres de relojes gigantes es una bonita ciudad. Sin embargo no es lo mejor de Suiza. Quizá por la extraña paradoja de que Berna, siendo la capital, tiene un ritmo de vida mucho más pueblerino que el frenético tic tac financiero de esta ciudad bancaria.
Más allá de ser meca del lavado de dinero y evasión fiscal, Zurich es una ciudad atractiva. Construida en la desembocadura de un río a un lago, la ciudad antigua se alza a una orilla y la no tan antigua en otra.
La noche que pase solo en esta ciudad fui haciendo un recorrido de bares y adentrándome cada vez más en los suburbios. Al primero que fui era el bar “alternativo” de Zurich, montado en un vagón viejo de tren al lado del río. En él te sirven la cerveza en vaso de plástico y la gente se sienta en el pasto de la orilla. Cuando llegué sonaban Los fabulosos Cadillacs a todo volúmen, porque el bar, como me explicó el dueño suizo, tiene onda “latina”. Lo que quiere decir que está pintado de naranja, verde y amarillo, decorado con fotos tipo disco de Manu Chao y trabajan sudamericanos. El siguiente bar fue más clásico, de esos que uno encuentra en cualquier ciudad del mundo. La última birra la hice en un patio de colegio primario, que por las tardes es una plaza y por las noches, gracias a una barra medio improvisada, se transforma en el punto de encuentro de la juventud de Zurich. Lo que más me llamó la atención es ver a la gente, de noche, jugando a las bochas en este patio de escuela. No viejos jubilados sin nada mejor que hacer. Eran jóvenes e incluso adolescentes que jugaban a la vez que se emborrachaban. Además no usan las bochas grandes de madera sino unas más chiquitas, del tamaño de una pelotita de tenis, de metal macizo. Teniendo en cuenta el grado etílico de los jugadores, la escasa luz y lo pesadas que son las bolas es un milagro que no haya alguno que termine con la cabeza rota. Eso sí, en los veinte minutos que estuve en esta plaza, vi varios accidentes y dos casi craneos rotos.
A la mañana siguiente fuimos a pesear por la parte vieja, caminamos por la calle comercial, recorrimos el pequeño parque en la costa del lago mirando los veleros amarrados y los adolescentes nadando, nos subimos a un fonicular que nos dejó al lado de la universidad. Al caer la tarde emprendimos la vuelta, no sin antes comprar un poco de chocolate en la tienda más tradcional de Suiza. Zurich, con sus callecitas finitas e irregulares, con su triple costanera (a ambas orillas del río y la del lago) con sus iglesias y torres de relojes gigantes es una bonita ciudad. Sin embargo no es lo mejor de Suiza. Quizá por la extraña paradoja de que Berna, siendo la capital, tiene un ritmo de vida mucho más pueblerino que el frenético tic tac financiero de esta ciudad bancaria.
No hay comentarios:
Publicar un comentario