jueves, 23 de agosto de 2007

Piso de la calle Ferran

El piso de la calle Ferran, mi morada cuando estoy en Barcelona desde hace ya más de dos años, es un lugar extraño. Sito en la que es la calle principal del barrio Gótico, el departamento ocupa toda la segunda planta del edificio. Como fue construido previo a la existencia de los ascensores, hay que subir por escalera. De hecho fue construido antes de la llegada del agua corriente, por lo que gran parte de los caños, (de plomo corroído), están por afuera de las paredes, al igual que casi toda los cables viejos que componen la instalación eléctrica.
Como anuncio de inmobiliaria, el piso cuenta con cuatro habitaciones, tres de ellas con balcón a la calle, dos baños, una amplia cocina comedor, un salón, un gran hall de entrada y otros espacios no muy bien definidos, en uno de los cuales montamos una habitación de invitados. Lo curioso de su arquitectura es que el pulmón de edificio, lo atraviesa, lo cual hace que el piso sea circular. Si uno quiere, puede ponerse un par de rollers y dar vueltas a todo el departamento atravesando sus pasillos, la cocina de doble circulación y un baño con dos puertas. De hecho, más de una vez competimos a ver quien era el que daba la vuelta más rápida en bicicleta sin despintar las paredes.
Como a menudo sucede en Barcelona, la gente alquila una habitación, después se va y viene otra, y así sucesivamente. Este piso funcionaba así hace unos tres años, había solo una persona estable y otros tres habitantes siempre estaban cambiando. Pero por alguna extraña razón, en el tiempo que yo estuve nadie se mudó, y llegamos a ser los mismos cuatro. Sin embargo, el último año fue distinto. Cuando partí hacia Argentina, una chica ocupó mi habitación. Meses después, la habitación vecina a la mía quedó libre, cuando su habitante partió por medio año a Estambul. Quién había ocupado mi habitación, se trasladó a la que ahora había quedado vacía, dejando la mía libre, para luego ser ocupada por otra persona.
Pero esto no termina acá: otra habitación fue deshabitada por su ocupante original, cuando ésta se marchó por tres meses a Galicia, para ser rápidamente ocupada por otra chica. Quien ocupaba mi habitación, partió unas semanas y un chico argelino se instaló en su lugar. Al llegar al piso me encontré con la única habitación libre, cuya ocupante original se había ido a Estambul, su reemplazo de vacaciones y allí me instalé yo. Quien ocupaba mi habitación regresó de sus vacaciones, para encontrarse con el argelino en ella y a mí en la otra. Con ambas habitaciones ocupadas, resolvió instalarse por la única semana que se quedaría en Barcelona antes de partir hacia Estados Unidos, en el cuarto de una última ocupante que nunca había abandonado el piso, salvo por los diez días de sus vacaciones.
Fue así que al llegar a mi casa, no la habitaba nadie que yo conociera, con excepción de Nacho, un amigo Argentino que hizo una gira por algunos países del este de Europa y recaló una semana en Barcelona, antes de volverse a Buenos Aires.
Así de extraño es mi piso en Barcelona, con sus muebles recogidos todos de la calle, su pintura descascarada en algún techo por la humedad, sus pisos de cerámicos feos, sus plantas que nunca terminan de secarse, pero tampoco están del todo vivas, su pintura de colores psicodélicos, sus paredes con rajaduras, su decoración posmoderna y sus habitantes transeúntes. Por todas estas cosas, y muchas más que son imposibles de explicar, es que lo quiero tanto. Y por que lo quiero tanto es lo más cercano a mi hogar que tengo en el mundo.

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