domingo, 2 de septiembre de 2007

Insertándome en Barcelona

En Barcelona, este año, el verano es mucho más piadoso que en otros años. No se ha hecho presente ese calor agobiante. Hasta ha llovido varias veces, lo cual es extrañamente inusual. Si bien muchos se quejan de este clima a mi me vino muy bien para no sufrir un shock térmico cuando abandoné el por demás frío invierno porteño para adentrarme en este verano con pintas de primavera light.
Apenas llegué concentré mis energías en la búsqueda laboral, pero se que no dará resultado hasta dentro de un par de semanas, ya que es la naturaleza propia de mi medio. Mientras tanto he disfrutado de las múltiples actividades que me ofrece Barcelona: Ir a la playa, improvisar una sesión de flamenco con un guitarrista borracho que vive en una plaza cercana, salir de bares, ir a un concierto de jazz gratuito, recrear los sentidos (en especial la vista y el tacto) con alguna turista nórdica, zambullirme en las aguas cálidas del mediterráneo, quedarme escuchando música y filosofando con colegas hasta ver el amanecer, juntarme con mi dealer literario predilecto y terminarme en tres días la novela que me procuro o alimentarme durante cuatro días a Dürum (Dios, como extrañaba un buen dürum de ternera con queso de oveja y salsa de yogurt).
Mención aparte merecen las Fiestas de Gracia. Dichas fiestas son, como su nombre lo indica, unas fiestas que se organizan en el barrio barcelonés de Gracia. Todas sus calles se convierten prácticamente en peatonal, se arman escenarios en las muchas plazas del barrio, donde hay espectáculos y conciertos. Las fiestas son ocasión especial para ver una actividad catalana muy extraña: los Castellers. Estas son, desde mi ignorancia, unas construcciones que se asemejan a las torres de los castillos hechas por humanos. Perdón, no “por” humanos sino “de” humanos. Se para un tipo, en su hombro se para otro, y sobre este otro, después otro mas, hasta armar estructuras de siete, ocho o incluso diez pisos.
Lo más típico de las Fiestas de Gracia es que ciertas calles son decoradas según una temática (el fondo del mar, la ruta 66, un basurero cibernético, etc.). Son los vecinos quienes eligen la temática, arman y decoran su calle. Un comité seleccionador elige la calle más linda y la premia. Para financiar todo esto, los vecinos montan en la calle unos improvisados bares donde venden cerveza o algunos tragos. También en algunos lugares se puede conseguir la “cremat” bebida típicamente catalana hecha con ron (que es tan catalán como el Chop Suey) granos de café y cáscara de limón. Se mete todo en un cuenco y se prende fuego a este mejunje. Tradicionalmente se sirve en un vaso de vidrio con la bebida aun en llamas y se la toma caliente. De esta manera la gente disfruta de un cremat mientras mira la decoración de una calle, escucha a una banda barrial en la plaza, a la vez que le entra a una caipirinia y se pasea por el barrio tomándose una cerveza en cada esquina. A las tres de la mañana, con un pedo de película (otros, yo me mantengo abstemio por razones de salud), la policía te invita gentilmente a retirarte antes de que un ejercito de basureros te barra, baldeé o te tire al camión de basura.
Pero de todas las actividades en las que me involucré desde mi llegada a Barcelona, la más grata y a la vez la más sencilla, es la de reencontrarse con amigos. Casi sin darse cuenta, uno va cosechando amigos, personas que sin permiso se van metiendo en el corazón. Es un regocijo para el alma verlos nuevamente después de casi un año de ausencia.
De esta manera transcurren mis días no laborales en esta extraña ciudad, con extraña energía, que aunque no siempre sea muy positiva, sin duda la necesitaba para borrar la mufa que estaba anidando en mi corazón en Buenos Aires. Energía que dejaré me nutra y retroalimente, para poder volcar la mía en los proyectos que me trajeron a este presente y me conducirán hacia el futuro.

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