Siempre me gustó dormir bajo las estrellas. En mi último viaje a Menorca lo pude hacer durante una semana seguida. Con mi compañero de viaje, Cesar, cada tarde decidíamos donde tirar los sacos de dormir y bajo un cielo despejado, cobijados por las miles de estrellas del firmamento, hacer noche.
Cada noche era en un lugar diferente. Cada mañana una nueva sorpresa. La primer noche, en la playa de seis metros cuadrados donde nos acostamos los dos y nos levantamos cinco. Una pareja de hippies, y otro tipo más, se fueron sumado a nuestro “hotel” durante la noche.
En la segunda noche nos alejamos de la costa y fuimos a una fiesta en un pueblo. Terminamos haciendo noche en las afueras del mismo, en medio de un monte de árboles. Por la experiencia de la primera noche ya sabíamos que el sol del alba era impiadoso. Cesar, haciendo uso de sus dotes de astrónomo, miró a los cielos y dijo “La osa mayor aquella es, por consiguiente el sol por allá salir ha de.” La gente de los pueblos de Asturias habla como Yoda, el enanito verde de Las Guerras de las Galaxias. Es imposible no reírse al oírlo hablar a Cesar. En función de sus conclusiones acampamos a lo que sería la sombra de un muro. A las seis de la mañana el puto sol salió por cualquier lado menos por donde predijo Cesar. Esta vez no se sumó nadie a nuestro campamento. Sin embargo despertamos rodeados de cornudas cabras que nos miraban como quien ve a extraterrestres. Además mostraban especial apetito para con mi mochila.
Digno de mención fue aquel mágico atardecer, todo naranja, tomando unas cervezas en la terraza de un bar, mirando como una suave lluvia caía sobre el mar. Era un momento Kodak, para una postal, que sólo fue arruinado cuando caí en la cuenta de que la dulce lluvia era una flor de tormenta eléctrica y nosotros dormíamos al aire libre. En este tipo de situaciones uno tiene varias soluciones. La solución clásica: dormir en un cajero. La eclesiástica: en una iglesia. La okupa: en una casa vacía. La homeless: bajo algún alero. La viajero: estación de tren o bus. La desesperada: pedir asilo en la comisaria.
En cualquier lugar del mundo una de éstas tenia que funcionar. En esta playa no había comisaria, ni iglesia ni estación de bus ni nada. Únicamente playa, restaurantes en la costa y varios complejos hoteleros. Las casas, todas llenas al ser mes de verano. Luego de ver caer los rayos en el mar y una vez que la tormenta aflojó, nos dedicamos a caminar por la ciudad a ver que podíamos hacer. Encontramos un supermercado abandonado con un perfecto alero. Pero lo mejor fue encontrar la puerta de supermercado abierta. Allí nos instalamos hasta que los haces de luz de una misteriosa linterna nos ahuyentaron. Un poco hartos nos fuimos a dormir a la playa y que fuese lo que Dios quisiese. Y Dios quiso que no llueva más.
La rutina de despertarse era siempre la misma. El sol empezaba a joder desde las seis de la mañana y eso que nos ocultamos bajo lo que según Cesar seguro sería la sombra. A la tercera madrugada empecé a desconfiar de los dotes de astrónomo de Cesar. El asador sol de la una del mediodía nos obligaba a reincorporarnos al mundo de los vivos, y si habíamos hecho noche en una playa, nos dábamos un refrescante chapuzón marino para despabilarnos.
Es que dormir al aire libre es muy desestresante. En los días de verano me subo a la terraza de casa y duermo bajo el cielo de Barcelona. Obviamente el firmamento Menorquín es mucho más imponente. Pero en Barcelona siempre sale alguna que otra estrella, que me cobija y me desea dulces sueños.
Cada noche era en un lugar diferente. Cada mañana una nueva sorpresa. La primer noche, en la playa de seis metros cuadrados donde nos acostamos los dos y nos levantamos cinco. Una pareja de hippies, y otro tipo más, se fueron sumado a nuestro “hotel” durante la noche.
En la segunda noche nos alejamos de la costa y fuimos a una fiesta en un pueblo. Terminamos haciendo noche en las afueras del mismo, en medio de un monte de árboles. Por la experiencia de la primera noche ya sabíamos que el sol del alba era impiadoso. Cesar, haciendo uso de sus dotes de astrónomo, miró a los cielos y dijo “La osa mayor aquella es, por consiguiente el sol por allá salir ha de.” La gente de los pueblos de Asturias habla como Yoda, el enanito verde de Las Guerras de las Galaxias. Es imposible no reírse al oírlo hablar a Cesar. En función de sus conclusiones acampamos a lo que sería la sombra de un muro. A las seis de la mañana el puto sol salió por cualquier lado menos por donde predijo Cesar. Esta vez no se sumó nadie a nuestro campamento. Sin embargo despertamos rodeados de cornudas cabras que nos miraban como quien ve a extraterrestres. Además mostraban especial apetito para con mi mochila.
Digno de mención fue aquel mágico atardecer, todo naranja, tomando unas cervezas en la terraza de un bar, mirando como una suave lluvia caía sobre el mar. Era un momento Kodak, para una postal, que sólo fue arruinado cuando caí en la cuenta de que la dulce lluvia era una flor de tormenta eléctrica y nosotros dormíamos al aire libre. En este tipo de situaciones uno tiene varias soluciones. La solución clásica: dormir en un cajero. La eclesiástica: en una iglesia. La okupa: en una casa vacía. La homeless: bajo algún alero. La viajero: estación de tren o bus. La desesperada: pedir asilo en la comisaria.
En cualquier lugar del mundo una de éstas tenia que funcionar. En esta playa no había comisaria, ni iglesia ni estación de bus ni nada. Únicamente playa, restaurantes en la costa y varios complejos hoteleros. Las casas, todas llenas al ser mes de verano. Luego de ver caer los rayos en el mar y una vez que la tormenta aflojó, nos dedicamos a caminar por la ciudad a ver que podíamos hacer. Encontramos un supermercado abandonado con un perfecto alero. Pero lo mejor fue encontrar la puerta de supermercado abierta. Allí nos instalamos hasta que los haces de luz de una misteriosa linterna nos ahuyentaron. Un poco hartos nos fuimos a dormir a la playa y que fuese lo que Dios quisiese. Y Dios quiso que no llueva más.
La rutina de despertarse era siempre la misma. El sol empezaba a joder desde las seis de la mañana y eso que nos ocultamos bajo lo que según Cesar seguro sería la sombra. A la tercera madrugada empecé a desconfiar de los dotes de astrónomo de Cesar. El asador sol de la una del mediodía nos obligaba a reincorporarnos al mundo de los vivos, y si habíamos hecho noche en una playa, nos dábamos un refrescante chapuzón marino para despabilarnos.
Es que dormir al aire libre es muy desestresante. En los días de verano me subo a la terraza de casa y duermo bajo el cielo de Barcelona. Obviamente el firmamento Menorquín es mucho más imponente. Pero en Barcelona siempre sale alguna que otra estrella, que me cobija y me desea dulces sueños.
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