Otra vez me tocó transitar el mismo camino que hace siete meses, pero esta vez en sentido inverso: De Barcelona a Madrid y de allí, tras cinco horas de espera en el aeropuerto, a Buenos Aires. Otras trece horas metido dentro del avión y entonces la pude ver: Emergiendo a la costa del Río de la Plata, a la ciudad de Buenos Aires. La reserva ecológica. La costanera. Aeroparque. La cancha de River (toda ciudad tiene defectos). Más allá se divisaba la General Paz y la Panamericana, para luego virar hacia la izquierda y enfilar para Ezeiza.
Un aterrizaje bastante suave, como para compensar todas las turbulencias del viaje. Una caminata de dos mil metros dentro del aeropuerto, desde una terminal hasta la otra. Pagar un peso y medio al ladrón que alquila los carritos para llevar el equipaje y esperar a que por la cinta llegue mi valija. Esperar, esperar y esperar durante treinta minutos. Tiempo que a uno le lleva resignarse y aceptar que le perdieron el equipaje.
Al salir por la puerta del aeropuerto me reencontré con mi familia. Qué loco ver a mi hermano con barba. La alegría del abrazo con mi viejo. Las lágrimas que se le escapaban a mi vieja. Volver a casa fue muy raro. Asfaltaron la cuadra, cosa que en la vida pensé que sucedería... Encontrar a las perras, rompebolas como siempre. El jardín verde, florido. Llegar a mi cuarto, a mi cama, para descubrir que mi hermano lo transformó en su sala de ensayo y ni siquiera me quiero imaginar para qué usó mi cama.
Estar de vuelta en la Argentina es raro. Por un lado uno tiene la impresión de que nada cambió, de que todo sigue igual, de que metieron al país en un freezer y durante siete meses estuvo congelado. Lo que pasa es que son tantas las emociones que se tienen cuando viaja y son tan intensas que emocionalmente para mí pasaron como siete años y no siete meses. Pero por otro lado cada pequeño cambio se ve magnificado, y hasta resulta increíble, como que tal famoso se murió, tal vecino se mudó, que tal político está preso y que a tal otro lo largaron.
Pero si hay algo bueno de este país es el folclore urbano. Cada segundo en la calle, cada pequeño encuentro con lo más argentino lo disfrutaba de una manera increíble, cada detalle de nuestra idiosincrasia. Ya sea que pasen tren bondis y ninguno te pare. O el auto que no arranca y hay que empujar. Viajar como ganado en el tren y no saber si es que algún degenerado te está manoseando, algún chorro afanando o simplemente estan todos juntos y revueltos en el vagón donde no entra ni un alfiler más. El bondiman gritando “para el fondo que hay lugar” o cagándose a puteadas con algún pasajero. Las cosas más típicas de esta ciudad, como la calle Godoy Cruz llena de trabas. Los teléfonos que en realidad son tragamonedas encubiertos. En fin, seguiré disfrutando de todas estas cosas y de muchas más durante las semanas que esté por estos pagos tan surrealistas que conforman Argentina.
Un aterrizaje bastante suave, como para compensar todas las turbulencias del viaje. Una caminata de dos mil metros dentro del aeropuerto, desde una terminal hasta la otra. Pagar un peso y medio al ladrón que alquila los carritos para llevar el equipaje y esperar a que por la cinta llegue mi valija. Esperar, esperar y esperar durante treinta minutos. Tiempo que a uno le lleva resignarse y aceptar que le perdieron el equipaje.
Al salir por la puerta del aeropuerto me reencontré con mi familia. Qué loco ver a mi hermano con barba. La alegría del abrazo con mi viejo. Las lágrimas que se le escapaban a mi vieja. Volver a casa fue muy raro. Asfaltaron la cuadra, cosa que en la vida pensé que sucedería... Encontrar a las perras, rompebolas como siempre. El jardín verde, florido. Llegar a mi cuarto, a mi cama, para descubrir que mi hermano lo transformó en su sala de ensayo y ni siquiera me quiero imaginar para qué usó mi cama.
Estar de vuelta en la Argentina es raro. Por un lado uno tiene la impresión de que nada cambió, de que todo sigue igual, de que metieron al país en un freezer y durante siete meses estuvo congelado. Lo que pasa es que son tantas las emociones que se tienen cuando viaja y son tan intensas que emocionalmente para mí pasaron como siete años y no siete meses. Pero por otro lado cada pequeño cambio se ve magnificado, y hasta resulta increíble, como que tal famoso se murió, tal vecino se mudó, que tal político está preso y que a tal otro lo largaron.
Pero si hay algo bueno de este país es el folclore urbano. Cada segundo en la calle, cada pequeño encuentro con lo más argentino lo disfrutaba de una manera increíble, cada detalle de nuestra idiosincrasia. Ya sea que pasen tren bondis y ninguno te pare. O el auto que no arranca y hay que empujar. Viajar como ganado en el tren y no saber si es que algún degenerado te está manoseando, algún chorro afanando o simplemente estan todos juntos y revueltos en el vagón donde no entra ni un alfiler más. El bondiman gritando “para el fondo que hay lugar” o cagándose a puteadas con algún pasajero. Las cosas más típicas de esta ciudad, como la calle Godoy Cruz llena de trabas. Los teléfonos que en realidad son tragamonedas encubiertos. En fin, seguiré disfrutando de todas estas cosas y de muchas más durante las semanas que esté por estos pagos tan surrealistas que conforman Argentina.
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