Los aeropuertos son lugares raros. Uno está en un aeropuerto porque está llegando, porque se está yendo o porque está con alguien que está llegando o se está yendo. Llegar es lo más. Cuando uno llega le entra a picar el estómago con una maravillosa sensación. Porque cuando uno llega con un vuelo a un aeropuerto solo caben dos posibilidades:
1) Que esté llegando a su ciudad. De vuelta a su hogar, con la alegría de saber que va a volver a dormir en su cama, volver a escuchar el acento familiar, volver a su baño y a su ducha, que por más que no tenga presión el agua, uno ya lo sabe y la quiere igual.
2) Que esté llegando a un lugar que no es el suyo. La excitación de estar en un lugar extraño, con proyectos en la cabeza, con la intriga de que tal lo va a pasar. Ya sea viaje de visita, de ocio, de negocios, llegar a un aeropuerto es magnifico.
Cuando salgo del área restringida a pasajeros y paso al hall central me entra una embriaguez, una sensación de sentir con cada célula del cuerpo que estoy hecho para viajar, para moverme. En todos los aeropuertos que estuve estos espacios están separados por una puerta automática, esas al estilo Star Trek. La gente va caminando, con la mochila al hombro, arrastrando su maleta con rueditas o metiendo varios bultos en un carrito y la puerta se le abre casi mágicamente a sus pies. Y es la puerta a un nuevo mundo.
La primera vez que llegué a Barcelona, esas puertas se me abrieron y toda la adrenalina que podía contener mi cuerpo estaba circulando por mis venas. Ese momento no lo voy a olvidar nunca. Esos escasos segundos antes de encontrarte con quien te espera, donde los pelos se te erizan y se te pone la piel de gallina, son preciados segundos donde toda la energía de cualquier viaje se concentra en las entrañas.
Claro que la contrapartida, lo malo, es cuando uno se va. No por el hecho de irse en sí, que suele ser muy gratificante, sino por el Check In. Nunca entendí por qué te hacen ir dos horas y media antes al aeropuerto. Si es cierto que hay que buscar la ventanilla de la empresa aérea, ver los pasaportes, despachar el equipaje, pelearse por el sobrepeso y todo eso, pero dos horas y media me parece una exageración. Cuando volé de Barcelona a París era más el tiempo en el aeropuerto que el tiempo de vuelo.
Recuerdo que en aquella ocasión salí tarde de casa (como siempre), como era de esperar el tren se me escapó por treinta segundos, mientras lo veía irse me enteré de que los trenes funcionaban con servicios mínimos por huelga (en el primer mundo también hacen huelga), llame a la oficina de mi empresa de vuelo virtual (por no decir empresa de vuelo fantasma) y la operadora me dice “Pero como ¿Usted no está en el aeropuerto ahora? Ya tendía que estar haciendo el Check In” El tema de misión imposible empezó a sonar en mi cabeza. Igual, gracias a Dios nunca perdí un vuelo. Aquella ocasión fue la más jugada y llegué con abundantes tres minutos antes de que cierren el embarque.
Hay gente que no le gusta ir a recibir o despedir a los seres queridos. A mi me encanta. Cuando llegan la alegría del reencuentro. Cuando se van la emoción de saber que uno los acompaña en el inicio del viaje (más la sana envidia de querer ser uno el que se va). Pero sin duda, lo peor de los aeropuertos en tener que ir a buscar gente que uno no conoce. Por mi trabajo me tocó uno o dos veces y estar parado viendo salir a la gente, con un cartelito en la mano y con cara de idiota es la cosa que más me molesta del mundo. Supongo que yo siento lo que debe sentir un cristiano devoto cuando alguien escupe el piso de una iglesia, siento que se está profanando un lugar sagrado.
Es que para mi los aeropuertos son eso, un lugar sagrado. Lugar donde uno se encuentra o se despide de sus seres queridos. Lugar donde se renueva la ilusa esperanza de echarse un polvo a 10.000 metros sobre el nivel del mar. Lugar donde uno piensa ¿Qué carajo hago yo si me pasa como a Tom Hanks y termino en una isla desierta?. Lugar donde siempre algo comienza. Ya sean unas vacaciones, un nuevo año laboral, un viaje o una nueva etapa de la vida.
1) Que esté llegando a su ciudad. De vuelta a su hogar, con la alegría de saber que va a volver a dormir en su cama, volver a escuchar el acento familiar, volver a su baño y a su ducha, que por más que no tenga presión el agua, uno ya lo sabe y la quiere igual.
2) Que esté llegando a un lugar que no es el suyo. La excitación de estar en un lugar extraño, con proyectos en la cabeza, con la intriga de que tal lo va a pasar. Ya sea viaje de visita, de ocio, de negocios, llegar a un aeropuerto es magnifico.
Cuando salgo del área restringida a pasajeros y paso al hall central me entra una embriaguez, una sensación de sentir con cada célula del cuerpo que estoy hecho para viajar, para moverme. En todos los aeropuertos que estuve estos espacios están separados por una puerta automática, esas al estilo Star Trek. La gente va caminando, con la mochila al hombro, arrastrando su maleta con rueditas o metiendo varios bultos en un carrito y la puerta se le abre casi mágicamente a sus pies. Y es la puerta a un nuevo mundo.
La primera vez que llegué a Barcelona, esas puertas se me abrieron y toda la adrenalina que podía contener mi cuerpo estaba circulando por mis venas. Ese momento no lo voy a olvidar nunca. Esos escasos segundos antes de encontrarte con quien te espera, donde los pelos se te erizan y se te pone la piel de gallina, son preciados segundos donde toda la energía de cualquier viaje se concentra en las entrañas.
Claro que la contrapartida, lo malo, es cuando uno se va. No por el hecho de irse en sí, que suele ser muy gratificante, sino por el Check In. Nunca entendí por qué te hacen ir dos horas y media antes al aeropuerto. Si es cierto que hay que buscar la ventanilla de la empresa aérea, ver los pasaportes, despachar el equipaje, pelearse por el sobrepeso y todo eso, pero dos horas y media me parece una exageración. Cuando volé de Barcelona a París era más el tiempo en el aeropuerto que el tiempo de vuelo.
Recuerdo que en aquella ocasión salí tarde de casa (como siempre), como era de esperar el tren se me escapó por treinta segundos, mientras lo veía irse me enteré de que los trenes funcionaban con servicios mínimos por huelga (en el primer mundo también hacen huelga), llame a la oficina de mi empresa de vuelo virtual (por no decir empresa de vuelo fantasma) y la operadora me dice “Pero como ¿Usted no está en el aeropuerto ahora? Ya tendía que estar haciendo el Check In” El tema de misión imposible empezó a sonar en mi cabeza. Igual, gracias a Dios nunca perdí un vuelo. Aquella ocasión fue la más jugada y llegué con abundantes tres minutos antes de que cierren el embarque.
Hay gente que no le gusta ir a recibir o despedir a los seres queridos. A mi me encanta. Cuando llegan la alegría del reencuentro. Cuando se van la emoción de saber que uno los acompaña en el inicio del viaje (más la sana envidia de querer ser uno el que se va). Pero sin duda, lo peor de los aeropuertos en tener que ir a buscar gente que uno no conoce. Por mi trabajo me tocó uno o dos veces y estar parado viendo salir a la gente, con un cartelito en la mano y con cara de idiota es la cosa que más me molesta del mundo. Supongo que yo siento lo que debe sentir un cristiano devoto cuando alguien escupe el piso de una iglesia, siento que se está profanando un lugar sagrado.
Es que para mi los aeropuertos son eso, un lugar sagrado. Lugar donde uno se encuentra o se despide de sus seres queridos. Lugar donde se renueva la ilusa esperanza de echarse un polvo a 10.000 metros sobre el nivel del mar. Lugar donde uno piensa ¿Qué carajo hago yo si me pasa como a Tom Hanks y termino en una isla desierta?. Lugar donde siempre algo comienza. Ya sean unas vacaciones, un nuevo año laboral, un viaje o una nueva etapa de la vida.
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