La ciudad de Cuzco fue la capital del imperio Inca y aún hoy se pueden ver los cimientos incáicos sobre los cuales los españoles construyeron sus iglesias y monasterios. Esto dota a la ciudad de un esplendor colonial y una irónica venganza del destino porque cada vez que hay un terremoto lo que se destruye es lo español, pero el primer metro que sobresale del piso, el cimiento Inca, sobrevive.
Estas iglesias son, quizás, la materialización de un curioso rito. Mezcla de fe ibérica y movimientos sísmicos la ciudad rinde culto al Señor de los temblores. A la fiesta tuve el privilegio, por pura casualidad, de asistir. Orquesta municipal en la plaza de armas, bailes típicos, vestiduras tradicionales. En la puerta de la catedral las familias pudientes montan unas estructuras de ocho, diez o doce metros de alto, todas en caña, que llenan de petardos, cañitas voladoras y fuegos artificiales. Una por una van prendiendo estas construcciones y le regalan al pueblo un bello espectáculo pirotécnico.
Pero el principal atractivo de Cuzco es que sirve de punto de partida hacia Machu Picchu. Para llegar a las ruinas se puede hacer el tradicional Camino del Inca, o Inca Trail, como es mundialmente conocido. Se sale de Cuzco en bus y dos horas más tarde empieza la caminata de tres días subiendo y bajando montañas, atravesando otras ruinas y se llega finalmente a Machu Picchu.
Los Incas, que desconocían la rueda y no montaban ningún animal, armaron una red de caminos peatonales a lo largo y ancho de todo su imperio, que llegó a medir cuarenta mil kilómetros. Pero para preservar este tramo del camino el gobierno de Perú dispuso que solamente quinientas personas por día pueden transitarlo. Las agencias de viaje ofrecen organizar todo el trayecto por un precio que oscila entre los doscientos cincuenta y los trescientos dólares. A pesar del monto y de que no me gusta viajar con packs organizados los hubiese pagado. Pero resulta que por el cupo de personas hay que sacar turno con anticipación. Cuando yo quise reservar mi plaza allá por principios de agosto ya estaba todo septiembre y octubre completo. Las agencias de viaje ofrecen otras caminatas alternativas, de más días y menos dólares, pero yo no quería tomar esta opción.
Otra forma de llegar es ir primero a Aguas Calientes, un pueblo que queda en la base de la montaña donde está Machu Picchu y desde allí subir. El problema es que este pueblo no tiene carretera y solo se puede llegar por tren. Perú Rail (que irónicamente no es peruana, sino una empresa privada extranjera) cobra a los no peruanos precios que oscilan entre los cuarenta y trecientos dólares dependiendo del horario y de la clase.
Para los que se rehúsan a pagar tal desproporcionada suma de dinero hay una forma alternativa. Consiste en salir de Cuzco, tomarse cuatro diferentes buses locales y llegar, después de unas cinco horas, hasta una central hidroeléctrica que se encuentra a otras dos horas de caminata de Aguas Calientes. Ésta es la forma más frecuente de los mochileros, ya que el costo no es superior a los tres dólares. Tampoco me inspiraba, ya que para mi era importante llegar caminando. Por eso busqué una vía alternativa, o un par de vías. Me fui hasta las afueras de Cuzco y caminé cincuenta kilómetros por la vías del tren. En las diez horas de caminata, bordeando siempre un río, fui atravesando valles, quebradas, adentrándome en túneles, disfrutando de la imponente vista de los Andes selváticos, mientras fui embestido en unos momentos por una fuerte lluvia, en otros por un despiadado sol (ciclotímico clima de montaña). Todo esto acompañado por la música de Cuenta Conmigo que sonaba en algún extraño lugar de mi cabeza. Un tanto cansado y bastante dolorido, siendo noche cerrada, llegué a Aguas Calientes donde descansé por las siguientes treinta y seis horas.
Machu Picchu es un hervidero de gente, miles de personas la visitan cada día. Pero al Huayna Picchu, la montaña que se ve en el fondo en todas las fotos de Machu Picchu, solo pueden entrar cuatrocientas personas al día. Por eso fue que me levanté bien temprano y caminé, montaña arriba y en plena noche, la hora y cuarto que separa las ruinas de Aguas Calientes. Mi afán madrugador fue tanto que llegué antes de que salga el sol, antes que cualquier otro turista, antes incluso que el personal de seguridad. La puerta que decía "Entrada" estaba cerrada, pero la que decía "Salida" no. Con paso firme y silbando bajito me adentré a las ruinas en plena oscuridad. Con la linterna busqué un sitio alto y allí me quede contemplando como el sol iba de apoco descubriendo para mis ojos la ciudadela de Machu Picchu. Entre que se hizo de día y abrieron las puertas pasó cerca de una hora, durante la cual estuve deambulando por las ruinas en pacífica soledad (bueno, había unas cuantas llamas, unos conejos silvestres y un amigo de Suiza que me acompañó en esta odisea incáica). Algún alma menos respetuosa que la mía podría haber aprovechado este momento para ensuciar las ruinas con un graffiti tipo "Acá estuvo Fulanito" o un "Aguante Boca" o quizás un argentinismo "Viva Perón, carajo". Por suerte tales cosas nunca sucedieron, hasta ahora.
Las ruinas son deslumbrantes. Sobre todo a primera hora de la mañana o última de la tarde, cuando ya no hay miles de personas pululando por todos lados. Construida hace unos seiscientos años, la ciudad nunca fue terminada del todo porque los Incas huyeron más profundo en la selva cuando los Españoles llegaron a Cuzco.
Es increíble ver la tecnología de sembrado que poseían los Incas. Las terrazas a diferentes alturas donde iban adaptando plantas de la selva a la montaña y viceversa. Su conocimiento en las estructuras antisísmicas, que construían piedra sobre piedra sin ningún tipo de pegamento. Todo se mantiene en pie por su propio peso. El conocimiento de la forma de la tierra y del sistema solar. Los ciclos de la luna y del sol.
Puede que en tamaño las ruinas de centro América, como Palenque o Tikal, sean más grandes. O incluso puede que sean más llamativas, por el hecho de haber construido pirámides. Pero Machu Picchu está ubicada en un paraje, en medio de las montañas, que la dotan de un atractivo natural extra y dan a la ciudadela un aspecto simplemente maravilloso.
Habiendo comprado la entrada a las ruinas el día anterior, sin haber sido cortadas y selladas al entrar hice una noche más en Aguas Calientes para acceder a Machu Picchu una vez más. La segunda vuelta, con menos exageración en el despertador, llegué a la ciudadela entre los primeros cincuenta. Subí el Huayna Picchu, que el día anterior no me había atrevido a hacerlo sin el correspondiente sello autorizador que te ponen en la entrada. Para el medio día ya había descendido de ese monte, recorrido otra vez todas las ruinas, vuelto al punto panorámico y sacado otra vez las mismas fotos que el día anterior, pero con mejor luz y más sol que me ofrecía este segundo día.
Descendí caminando a Aguas Calientes y después de un rápido almuerzo, un poco de tren y dos autobuses llegué hasta Santa Marta. Allí, en sus afamadas piscinas de aguas termales, descansé toda la tarde las piernas. Después de tanta caminata, tanta montaña arriba montaña abajo, tanta escalera Inca las tenía duras como hierro y sentía que los músculos se me prendían fuego a la vez que eran atravesados por miles de agujas heladas.
A la noche partí hacia Cuzco, ciudad a la que arribe de madrugada, con suficiente tiempo para un magro desayuno, intercambiar fotos con mi compañero suizo, tener una merecida sesión de masajes, relajarme en la tarde cuzqueña y partir nuevamente a la noche. Después de otra seguidilla de autobuses, treinta y seis horas mas tarde, llegaba al corazón de Bolivia, a la ciudad donde abordé el avión que finalmente me depositó en mi Buenos Aires querido.
Estas iglesias son, quizás, la materialización de un curioso rito. Mezcla de fe ibérica y movimientos sísmicos la ciudad rinde culto al Señor de los temblores. A la fiesta tuve el privilegio, por pura casualidad, de asistir. Orquesta municipal en la plaza de armas, bailes típicos, vestiduras tradicionales. En la puerta de la catedral las familias pudientes montan unas estructuras de ocho, diez o doce metros de alto, todas en caña, que llenan de petardos, cañitas voladoras y fuegos artificiales. Una por una van prendiendo estas construcciones y le regalan al pueblo un bello espectáculo pirotécnico.
Pero el principal atractivo de Cuzco es que sirve de punto de partida hacia Machu Picchu. Para llegar a las ruinas se puede hacer el tradicional Camino del Inca, o Inca Trail, como es mundialmente conocido. Se sale de Cuzco en bus y dos horas más tarde empieza la caminata de tres días subiendo y bajando montañas, atravesando otras ruinas y se llega finalmente a Machu Picchu.
Los Incas, que desconocían la rueda y no montaban ningún animal, armaron una red de caminos peatonales a lo largo y ancho de todo su imperio, que llegó a medir cuarenta mil kilómetros. Pero para preservar este tramo del camino el gobierno de Perú dispuso que solamente quinientas personas por día pueden transitarlo. Las agencias de viaje ofrecen organizar todo el trayecto por un precio que oscila entre los doscientos cincuenta y los trescientos dólares. A pesar del monto y de que no me gusta viajar con packs organizados los hubiese pagado. Pero resulta que por el cupo de personas hay que sacar turno con anticipación. Cuando yo quise reservar mi plaza allá por principios de agosto ya estaba todo septiembre y octubre completo. Las agencias de viaje ofrecen otras caminatas alternativas, de más días y menos dólares, pero yo no quería tomar esta opción.
Otra forma de llegar es ir primero a Aguas Calientes, un pueblo que queda en la base de la montaña donde está Machu Picchu y desde allí subir. El problema es que este pueblo no tiene carretera y solo se puede llegar por tren. Perú Rail (que irónicamente no es peruana, sino una empresa privada extranjera) cobra a los no peruanos precios que oscilan entre los cuarenta y trecientos dólares dependiendo del horario y de la clase.
Para los que se rehúsan a pagar tal desproporcionada suma de dinero hay una forma alternativa. Consiste en salir de Cuzco, tomarse cuatro diferentes buses locales y llegar, después de unas cinco horas, hasta una central hidroeléctrica que se encuentra a otras dos horas de caminata de Aguas Calientes. Ésta es la forma más frecuente de los mochileros, ya que el costo no es superior a los tres dólares. Tampoco me inspiraba, ya que para mi era importante llegar caminando. Por eso busqué una vía alternativa, o un par de vías. Me fui hasta las afueras de Cuzco y caminé cincuenta kilómetros por la vías del tren. En las diez horas de caminata, bordeando siempre un río, fui atravesando valles, quebradas, adentrándome en túneles, disfrutando de la imponente vista de los Andes selváticos, mientras fui embestido en unos momentos por una fuerte lluvia, en otros por un despiadado sol (ciclotímico clima de montaña). Todo esto acompañado por la música de Cuenta Conmigo que sonaba en algún extraño lugar de mi cabeza. Un tanto cansado y bastante dolorido, siendo noche cerrada, llegué a Aguas Calientes donde descansé por las siguientes treinta y seis horas.
Machu Picchu es un hervidero de gente, miles de personas la visitan cada día. Pero al Huayna Picchu, la montaña que se ve en el fondo en todas las fotos de Machu Picchu, solo pueden entrar cuatrocientas personas al día. Por eso fue que me levanté bien temprano y caminé, montaña arriba y en plena noche, la hora y cuarto que separa las ruinas de Aguas Calientes. Mi afán madrugador fue tanto que llegué antes de que salga el sol, antes que cualquier otro turista, antes incluso que el personal de seguridad. La puerta que decía "Entrada" estaba cerrada, pero la que decía "Salida" no. Con paso firme y silbando bajito me adentré a las ruinas en plena oscuridad. Con la linterna busqué un sitio alto y allí me quede contemplando como el sol iba de apoco descubriendo para mis ojos la ciudadela de Machu Picchu. Entre que se hizo de día y abrieron las puertas pasó cerca de una hora, durante la cual estuve deambulando por las ruinas en pacífica soledad (bueno, había unas cuantas llamas, unos conejos silvestres y un amigo de Suiza que me acompañó en esta odisea incáica). Algún alma menos respetuosa que la mía podría haber aprovechado este momento para ensuciar las ruinas con un graffiti tipo "Acá estuvo Fulanito" o un "Aguante Boca" o quizás un argentinismo "Viva Perón, carajo". Por suerte tales cosas nunca sucedieron, hasta ahora.
Las ruinas son deslumbrantes. Sobre todo a primera hora de la mañana o última de la tarde, cuando ya no hay miles de personas pululando por todos lados. Construida hace unos seiscientos años, la ciudad nunca fue terminada del todo porque los Incas huyeron más profundo en la selva cuando los Españoles llegaron a Cuzco.
Es increíble ver la tecnología de sembrado que poseían los Incas. Las terrazas a diferentes alturas donde iban adaptando plantas de la selva a la montaña y viceversa. Su conocimiento en las estructuras antisísmicas, que construían piedra sobre piedra sin ningún tipo de pegamento. Todo se mantiene en pie por su propio peso. El conocimiento de la forma de la tierra y del sistema solar. Los ciclos de la luna y del sol.
Puede que en tamaño las ruinas de centro América, como Palenque o Tikal, sean más grandes. O incluso puede que sean más llamativas, por el hecho de haber construido pirámides. Pero Machu Picchu está ubicada en un paraje, en medio de las montañas, que la dotan de un atractivo natural extra y dan a la ciudadela un aspecto simplemente maravilloso.
Habiendo comprado la entrada a las ruinas el día anterior, sin haber sido cortadas y selladas al entrar hice una noche más en Aguas Calientes para acceder a Machu Picchu una vez más. La segunda vuelta, con menos exageración en el despertador, llegué a la ciudadela entre los primeros cincuenta. Subí el Huayna Picchu, que el día anterior no me había atrevido a hacerlo sin el correspondiente sello autorizador que te ponen en la entrada. Para el medio día ya había descendido de ese monte, recorrido otra vez todas las ruinas, vuelto al punto panorámico y sacado otra vez las mismas fotos que el día anterior, pero con mejor luz y más sol que me ofrecía este segundo día.
Descendí caminando a Aguas Calientes y después de un rápido almuerzo, un poco de tren y dos autobuses llegué hasta Santa Marta. Allí, en sus afamadas piscinas de aguas termales, descansé toda la tarde las piernas. Después de tanta caminata, tanta montaña arriba montaña abajo, tanta escalera Inca las tenía duras como hierro y sentía que los músculos se me prendían fuego a la vez que eran atravesados por miles de agujas heladas.
A la noche partí hacia Cuzco, ciudad a la que arribe de madrugada, con suficiente tiempo para un magro desayuno, intercambiar fotos con mi compañero suizo, tener una merecida sesión de masajes, relajarme en la tarde cuzqueña y partir nuevamente a la noche. Después de otra seguidilla de autobuses, treinta y seis horas mas tarde, llegaba al corazón de Bolivia, a la ciudad donde abordé el avión que finalmente me depositó en mi Buenos Aires querido.
¡Que emocionante! Tengo envidia buena de lo fuerte, sanote y aventurero que estas hecho, para mi Machu Picchu es un lugar idilico y que me encantaría visitar. Me alegro que por fin hayas llegado a tu pais, supongo estas contento de volver a ver a tu familia. Un abrazo muy fuerte desde el otro lado del oceano.
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