Siempre odie afeitarme. Tener o no tener barba, no es la cuestión. No es un problema estético. Lo que realmente odio es el proceso de afeitarme.
Algunas personas se afeitan después de ducharse, otras antes, dependiendo de cómo reaccione su piel con el agua. La mía lo hace de una forma muy peculiar: Descubrí que el momento óptimo para afeitarme es durante el baño. Esto es muy impráctico, ya que lejos de tener un espejo en la bañera, a mitad de la ducha cierro el agua y me voy hasta el espejo del botiquin (mojando todo el piso) para proceder allí con esta ardua tarea.
Otro problema es la crema de afeitar. En estos tiempos modernos la tendencia es usar un fino aerosol con gel, en reemplazo del aerosol con espuma. Yo no uso ni lo uno ni lo otro. Siguiendo con la tradición familiar uso la brocha. Ese pequeño instrumento mezcla de cepillo y pincel con el cual se bate la crema de afeitar hasta lograr una gran espuma. Pero en la post modernista Europa es complicado conseguir una brocha. La mía la olvidé en Buenos Aires. Cuando fui a una de esas farmacias estilo supermercado me quede mirando la góndola de artículos de higiene masculina con cara de idiota. No había brocha. Después de un rato desorientado caminando medio paso para un lado, medio paso para el otro, se me acerca un vendedor y por lo bajo me susurra:
- ¿Necesitas preservativos?
Al parecer el vendedor me confundió con un adolescente vergonzoso comprando profilácticos por primera vez. Le expliqué la situación y me dijo que hacía años que no se vendían brochas de afeitar. Al retirarme insistió nuevamente:
- ¿Seguro que no necesita nada mas? - Dijo mientras miraba insinuantemente los preservativos. Me di a la fuga del establecimiento lo más pronto posible.
Pero al dilema del vello facial se le suma ahora otra cuestión. Años hace ya que solucione toda problemática capilar con la máquina que me rapa. Ahora no me puedo cortar el pelo tan corto sin que se me noten los treinta y ocho puntos de la cicatriz que tengo en la cabeza. Tal hecho no me importa, pero no es compatible con la “imagen” que debo tener para trabajar en el hotel. Claro que tampoco puedo usarlo muy largo, con lo que estoy condenado a ir frecuentemente a algún peluquero a que me haga un corte ni muy muy ni tan tan.
Mi indomable cabellera y su frecuente necesidad de ser cortada, junto con la tortura semi diaria de afeitarme me tiene las pelotas por el piso. Si el universo funcionase correctamente uno no tendría que perder tiempo ni energía en tales menesteres. Se que alguna mujer estará protestando y diciendo “y eso que vos no te tenés que depilar”. Gracias a Dios que no. Pero si ese fuese el caso, creo que la solución es muy sencilla: recurrir al suicidio.
Algunas personas se afeitan después de ducharse, otras antes, dependiendo de cómo reaccione su piel con el agua. La mía lo hace de una forma muy peculiar: Descubrí que el momento óptimo para afeitarme es durante el baño. Esto es muy impráctico, ya que lejos de tener un espejo en la bañera, a mitad de la ducha cierro el agua y me voy hasta el espejo del botiquin (mojando todo el piso) para proceder allí con esta ardua tarea.
Otro problema es la crema de afeitar. En estos tiempos modernos la tendencia es usar un fino aerosol con gel, en reemplazo del aerosol con espuma. Yo no uso ni lo uno ni lo otro. Siguiendo con la tradición familiar uso la brocha. Ese pequeño instrumento mezcla de cepillo y pincel con el cual se bate la crema de afeitar hasta lograr una gran espuma. Pero en la post modernista Europa es complicado conseguir una brocha. La mía la olvidé en Buenos Aires. Cuando fui a una de esas farmacias estilo supermercado me quede mirando la góndola de artículos de higiene masculina con cara de idiota. No había brocha. Después de un rato desorientado caminando medio paso para un lado, medio paso para el otro, se me acerca un vendedor y por lo bajo me susurra:
- ¿Necesitas preservativos?
Al parecer el vendedor me confundió con un adolescente vergonzoso comprando profilácticos por primera vez. Le expliqué la situación y me dijo que hacía años que no se vendían brochas de afeitar. Al retirarme insistió nuevamente:
- ¿Seguro que no necesita nada mas? - Dijo mientras miraba insinuantemente los preservativos. Me di a la fuga del establecimiento lo más pronto posible.
Pero al dilema del vello facial se le suma ahora otra cuestión. Años hace ya que solucione toda problemática capilar con la máquina que me rapa. Ahora no me puedo cortar el pelo tan corto sin que se me noten los treinta y ocho puntos de la cicatriz que tengo en la cabeza. Tal hecho no me importa, pero no es compatible con la “imagen” que debo tener para trabajar en el hotel. Claro que tampoco puedo usarlo muy largo, con lo que estoy condenado a ir frecuentemente a algún peluquero a que me haga un corte ni muy muy ni tan tan.
Mi indomable cabellera y su frecuente necesidad de ser cortada, junto con la tortura semi diaria de afeitarme me tiene las pelotas por el piso. Si el universo funcionase correctamente uno no tendría que perder tiempo ni energía en tales menesteres. Se que alguna mujer estará protestando y diciendo “y eso que vos no te tenés que depilar”. Gracias a Dios que no. Pero si ese fuese el caso, creo que la solución es muy sencilla: recurrir al suicidio.
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