Primero empezó el trabajo psicológico. A veces era más sutil, a veces menos. Mandar mails a mi familia con indirectas del tipo "Los pasajes están muy caros", "Que lástima que nos nos veamos estas fiestas" o ""Ojalá que pasen una linda Noche Buena". Fue un trabajo lento el de destruir la esperanza de que me viesen a fin de año. De a poco mi familia se fue acostumbrando de a poco a la idea de que no volvía a Buenos Aires para las fiestas. Un día comuniqué que me era imposible y hasta tuve que explicar las razones logísticas-económicas que me impedían volver a mi desilusionado padre.
Lo cierto era que hacía dos meses que tenía pasaje para volar a Buenos Aires y pasar las fiestas en Argentina. Con la complicidad de mis dos hermanos, fraguamos maquiavélicos planes para sorprender a mi familia. Así fue como el veinticuatro de diciembre a las 8:15 de la mañana le toqué timbre a mi vieja. Y volví a tocar timbre y después una vez más hasta que se despertó. ¿Quién es?, pregunta ella antes de abrir la puerta. "Cartero" es lo primero que se me ocurre. Una milésima de segundo después me doy cuenta de que no existe lugar en el mundo donde un domingo a las ocho de la mañana los carteros trabajen. Mucho menos si el domingo en cuestión es veinticuatro de diciembre. Con la lógica suposición de que la iban a afanar mi vieja no abrió, sino que se miró por la mirilla para ver mi cara deformada saludándola a través del ojo de pez de la puerta. Su reacción fue instantánea, abrió la puerta y me abrazó, conmovida hasta las lágrimas de volver a ver a su hijo pródigo después de casi dos años en los que estuve vagando por el mundo.
Desayunamos juntos, mate de por medio. En el desayuno se sumó uno de mis hermanos y para el almuerzo el otro. Los tres fuimos para la siesta a ver a mi viejo, que continuaba en la ignorancia de mi presencia en Buenos Aires. Primero entraron mis dos hermanos, mientras yo esperaba escondido en la esquina, y a los dos minutos toqué timbre. Me abrió mi hermano, de acuerdo al plan previsto, y volvió a la cocina donde lo oí decir "Pa... hay un pibe del club que te busca no se bien para que". Confabulamos esto para que mi viejo abra sin pensar la puerta, sorteando los inconvenientes de la inseguridad bonaerense y que la sorpresa sea mayor. Y tanto lo fue que casi se me va de un infarto. Abrió la puerta y se quedó duro, petrificado como por diez segundos, sin decir palabra o mover un músculo, hasta que yo lo abracé y el me abrazó fuertemente. He de aclarar que mi padre tiene la contextura física de un oso y que un abrazo fuerte suyo hay que soportarlo. A esto de las sorpresas le tomamos el gustito con mis hermanos. Continuamos en la misma línea con mi tío Tito y su familia en la cena de nochebuena. Con amigos que se acercaron a casa para el cumpleaños de mi viejo. Con alguien que se sentaba a al mesa y mis hermanos lo incentivaban para que hablara mal de mi (cosa no muy difícil). Después yo salía de debajo de la mesa a defender mi honor. En fin, cosas de chiquilines que guardan un niño en el corazón.
Así fue como pasé Navidad en familia. Lo curioso es que el sorprendido fui yo al ver lo linda que está Buenos Aires. Sin hablar de lo sorprendido al contemplar la maravilla tecnológica que es volar. Es increíble poder desayunar huevos rancheros un día en una isla caribeña de Panamá y al día siguiente desayunar un buen mate en mi Buenos Aires querido.
Lo cierto era que hacía dos meses que tenía pasaje para volar a Buenos Aires y pasar las fiestas en Argentina. Con la complicidad de mis dos hermanos, fraguamos maquiavélicos planes para sorprender a mi familia. Así fue como el veinticuatro de diciembre a las 8:15 de la mañana le toqué timbre a mi vieja. Y volví a tocar timbre y después una vez más hasta que se despertó. ¿Quién es?, pregunta ella antes de abrir la puerta. "Cartero" es lo primero que se me ocurre. Una milésima de segundo después me doy cuenta de que no existe lugar en el mundo donde un domingo a las ocho de la mañana los carteros trabajen. Mucho menos si el domingo en cuestión es veinticuatro de diciembre. Con la lógica suposición de que la iban a afanar mi vieja no abrió, sino que se miró por la mirilla para ver mi cara deformada saludándola a través del ojo de pez de la puerta. Su reacción fue instantánea, abrió la puerta y me abrazó, conmovida hasta las lágrimas de volver a ver a su hijo pródigo después de casi dos años en los que estuve vagando por el mundo.
Desayunamos juntos, mate de por medio. En el desayuno se sumó uno de mis hermanos y para el almuerzo el otro. Los tres fuimos para la siesta a ver a mi viejo, que continuaba en la ignorancia de mi presencia en Buenos Aires. Primero entraron mis dos hermanos, mientras yo esperaba escondido en la esquina, y a los dos minutos toqué timbre. Me abrió mi hermano, de acuerdo al plan previsto, y volvió a la cocina donde lo oí decir "Pa... hay un pibe del club que te busca no se bien para que". Confabulamos esto para que mi viejo abra sin pensar la puerta, sorteando los inconvenientes de la inseguridad bonaerense y que la sorpresa sea mayor. Y tanto lo fue que casi se me va de un infarto. Abrió la puerta y se quedó duro, petrificado como por diez segundos, sin decir palabra o mover un músculo, hasta que yo lo abracé y el me abrazó fuertemente. He de aclarar que mi padre tiene la contextura física de un oso y que un abrazo fuerte suyo hay que soportarlo. A esto de las sorpresas le tomamos el gustito con mis hermanos. Continuamos en la misma línea con mi tío Tito y su familia en la cena de nochebuena. Con amigos que se acercaron a casa para el cumpleaños de mi viejo. Con alguien que se sentaba a al mesa y mis hermanos lo incentivaban para que hablara mal de mi (cosa no muy difícil). Después yo salía de debajo de la mesa a defender mi honor. En fin, cosas de chiquilines que guardan un niño en el corazón.
Así fue como pasé Navidad en familia. Lo curioso es que el sorprendido fui yo al ver lo linda que está Buenos Aires. Sin hablar de lo sorprendido al contemplar la maravilla tecnológica que es volar. Es increíble poder desayunar huevos rancheros un día en una isla caribeña de Panamá y al día siguiente desayunar un buen mate en mi Buenos Aires querido.